14/01/2025
Por
Gabriel Iezzi
Hacia fines del año que recientemente nos ha dejado, el Ministerio del Interior de la vecina república del Uruguay dio a conocer de manera compilada los lineamientos por los que habrán de discurrir los pilares básicos de la reforma penitenciaria, denominándolo "Libro Blanco sobre la Reforma Penitenciaria en Uruguay", tratándose de un trabajo elaborado de manera multi e interdisciplinaria abordado por el Gobierno de dicho país con más la colaboración de prestigiosos académicos locales y la colaboración del Banco Interamericano de Desarrollo.
No resulta ocioso comentar que el capítulo Penitenciario en Uruguay ha seguido el derrotero de muchos países de la región, donde postulados políticos irrenunciables como el respeto a la dignidad de la persona humana, mucho más en aquellas que se encuentran privadas de la libertad sin importar la gravedad del delito cometido, han servido como mascarón de proa de un movimiento sutil e imperceptible pero de consecuencias devastadoras como ha sido el avance de la criminalidad organizada en contexto carcelario.
Que se entienda, desde este espacio no sugerimos y mucho menos pensamos que el cumplimiento de las convenciones internacionales y el respeto a la dignidad de la persona son responsables de estos escenarios disruptivos que se registran en la mayoría de los países de la región, sino que su aplicación paradigmática y su absolutismo en términos de no contemplar la articulación de estos postulados irrenunciables con otras opciones actuariales dentro de la amplia gama de decisiones posibles, como una correcta selección, clasificación y distribución para la gestión por riesgos y necesidades de la población penal, en un contexto donde reina la improvisación, la ausencia de presupuestos acordes y la vetusta e inadecuada infraestructura atinente a la cuestión penitenciaria, el ecosistema necesario para la creación, consolidación y expansión de las estructuras criminales complejas de origen carcelario, estará servida para que estos grupos puedan aprovecharla.
Suele decirse en estos tiempos, que una política penitenciaria marcada por sesgos de distinto tipo, carente de estrategias de mediano y largo plazo, equivale a entregar el control, llave en mano, de los establecimientos carcelarios a los integrantes de las organizaciones criminales, haciendo posible que el concepto de cárcel prisión, torne al de cárcel bunker como lamentablemente se puede verificar, contrastando los registros ofrecidos por los distintos países latinoamericanos.
Hasta el año 1971, lo que denominamos Sistema Penitenciario Uruguayo dependía del Ministerio de Educación y Cultura, a partir de ese año paso a depender del Ministerio del Interior, del cual depende a la fecha.
Históricamente, las cárceles de Montevideo y el área metropolitana (caracterizadas por su mayor tamaño y mayores niveles de conflictividad) dependían de la Dirección Nacional de Cárceles y Penitenciarías, mientras que las cárceles del interior del país respondían a las Jefaturas de Policía Departamentales. Por lo tanto y como puede apreciarse, resultaba imposible hablar de la existencia de un "sistema penitenciario", ya que en la práctica no existía Institución alguna que regulara el funcionamiento de todos los establecimientos.
En el año 2005 y al asumir al primer gobierno de izquierda en Uruguay, se declara el estado de "emergencia humanitaria del sistema penitenciario", aprobándose la Ley 17.897, conocida como de "humanización del sistema carcelario", la que estableció un régimen excepcional de libertades anticipadas, así como la conmutación de un día de pena por cada dos días de estudio o trabajo.
En el año 2010 se creó el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) como órgano rector del sistema. Éste sustituyó en un primer momento a la vieja Dirección Nacional de Cárceles y Penitenciarías, y luego fue incorporando progresivamente a cada una de las cárceles departamentales. Este proceso fue concluido recientemente, en octubre de 2015, al pasar el último de los establecimientos a la órbita del INR.
A partir de esa fecha, el personal que formó parte del INR siguió siendo policial (los que ya cumplían funciones), en tanto que los nuevos funcionarios tenían una formación parcialmente ajena al ámbito castrense, versados escasamente en conceptos básicos y elementales en criminología y derechos humanos. Como vemos a la fecha, Uruguay carece de institutos de formación penitenciarios y un plan de carrera sustentable para los funcionarios de prisiones, tal como podemos apreciar a modo comparativo con nuestro país, específicamente el Servicio Penitenciario Federal (SPF).
En este contexto, ciertamente alarmante por la mirada sesgada que en Uruguay existe sobre la problemática carcelaria y ante la flagrante simplificación de responsabilizar únicamente a la actividad penitenciaria por el escenario de creciente violencia ciudadana, la proliferación de estructuras criminales organizadas con vínculos transnacionales y la evolución vertiginosa que ha experimentado en los últimos tiempos la tasa de encarcelamiento donde los índices de reincidencia se han disparado, no es de esperar que los escenarios futuros probables, ante un diagnóstico parcial y simplificado, puedan convertirse en escenarios futuros deseables.
El BID y el Ministerio del Interior de Uruguay presentaron el Libro Blanco, en el que se identifican los problemas estructurales del sistema carcelario y las necesidades de la población privada de libertad. A nuestro juicio, de manera sesgada a partir de una mirada técnica y economicista del delito y de su mitigación con una fuerte impronta de carácter técnico progresista, dejando de lado los modernos conceptos de seguridad Ciudadana de última milla o bien, tergiversándolos en términos de considerar al sistema penitenciario como responsable directo de la proliferación de estructuras criminales de carácter complejo y del aumento sostenido de la violencia ciudadana y de la reincidencia de los internos.
El BID también apoyó el Programa Integral de Seguridad Ciudadana II para fortalecer el Ministerio de Interior y reformar el Sistema Penitenciario, otorgando un préstamo de ocho millones de dólares a Uruguay para fortalecer la caracterización de la población penitenciaria y mejorar su reinserción.
A grandes rasgos, el documento establece que la política penitenciaria tiene que estar orientada por cinco principios básicos a saber:
El Libro Blanco además propone revisar los costos de la política penal existente, realizar un estudio sobre cuál es el presupuesto necesario para una atención efectiva dentro de las cárceles, generar mecanismos de derivación temprana que estén alineados con los principios de la justicia terapéutica (para personas con problemas de salud mental y adicciones), disminuir el uso de la prisión preventiva a favor de medidas alternativas, promover estrategias de puerta de salida (término con el que definen políticas de atenuación temporal de las penas), tales como salidas transitorias y libertades anticipadas y universalizar las posibilidades de conmutación de pena por trabajo o estudio, etc.
El estado actual del sistema está dado por una población privada de libertad ascendente (más de 16.000 presos) que registra problemas de hacinamiento, según informan medios calificados uruguayos, a la fecha existirían 123 personas cada 100 plazas de alojamiento, de las que solo el 17% accede a oportunidades adecuadas de integración social mientras que casi la mitad (43%) está sometida a lo que los técnicos, juristas y académicos consideran como tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Los datos no dejan de ser llamativos en un país que se ubica como el octavo a nivel mundial -y primero en América del Sur- en la relación entre cantidad de presos y población: 432 presos cada 100 mil habitantes y un nivel de reincidencia del 65%, según el dato que se midió por primera vez en 2022. Hace apenas una década, los datos situaban a Uruguay como uno de los países más seguros de la región.
Si bien no cuantifica la cantidad de recursos necesarios para realizar una reforma profunda, sí señala que todos los cambios precisan de ingentes recursos económicos para poder ser ejecutados.
El trabajo reconoce que en Uruguay existe un descreimiento generalizado tanto entre la opinión pública como entre los agentes penitenciarios sobre las medidas alternativas y señala que ello se generó por abuso en el empleo de esta herramienta pese a no contar con un incremento análogo en términos de recursos humanos y presupuestales. Ello tuvo como resultado una especie de círculo vicioso entre la debilidad estructural del sistema de medidas alternativas y su mal funcionamiento.
Avanza el análisis subyacente en el Libro Blanco considerando que, las cárceles (particularmente con hacinamiento, ocio compulsivo y falta de intervención técnica tal como están ahora) son propicias para el incremento de la violencia y para la consolidación de grupos delictivos que pueden operar tanto dentro como fuera de la prisión.
Los programas de los principales partidos políticos uruguayos coincidían en la necesidad de crear un Ministerio de Justicia y de quitar de la órbita del Ministerio del Interior (homólogo al Ministerio de Seguridad de la Nación Argentina) al Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) equivalente al SPF.
El documento -que va en la misma línea- sostiene que, al estar en Interior, el INR se ve postergado en la asignación de recursos porque esa cartera tiene otras prioridades además de que es necesario separar la persecución y represión de los delitos de la rehabilitación.
El presupuesto destinado para atender las necesidades de la población no solo es insuficiente, sino que el monto promedio destinado a cada persona privada de libertad ha descendido producto del incremento constante de la población encarcelada.
Se busca generar que el INR tenga "mayor autonomía técnica y financiera" que le permita orientar la política hacia el cometido de la reinserción social y que tenga bajo su órbita tanto las medidas alternativas como las de privación de libertad.
Se plantea la necesidad de crear un Consejo Penitenciario (o reformular el actual Consejo de Política Criminal y Penitenciaria) que defina los lineamientos estratégicos, objetivos, responsabilidades y financiamiento correspondiente de cada actor implicado en el tema.
Aboga por la posibilidad de establecer canales de participación de la población privada de libertad. En ese sentido, sugiere reinstaurar las mesas representativas (que se utilizaron en 2007 pero luego quedaron en desuso) para la búsqueda de soluciones para problemáticas encontradas.
También plantea fortalecer el rol de la Defensoría y de la Fiscalía dentro de los establecimientos de reclusión para poder responder "de un modo más eficiente y oportuno ante los delitos cometidos dentro de las unidades penitenciarias".
El personal que trabaja en cárceles está poco motivado y capacitado. Es que las pésimas condiciones ambientales, la baja valoración social y el escaso reconocimiento institucional redundan en eso. Atención con este punto dado que es un fenómeno recurrente, en los sistemas penitenciarios de la región, a pesar de los discursos y políticas orientadas hacia el sector.
La mayoría de los policías (aclaramos que policías penitenciarios) es una categoría de funcionario intermedio que se dedica a cuestiones inherentes a la seguridad física de los establecimientos, en tanto que la mayoría de los funcionarios del INR que han ingresado desde el año 2005 al 2020 son funcionarios civiles carentes de formación técnica en cuestiones de seguridad y Trato Penitenciario) asignados a las grandes cárceles de Montevideo y del área metropolitana cumplen con guardias de 12 horas diarias durante siete días seguidos y en algunos casos se realizan además recargos semanales de seis horas extras, situación que refuerza el sentimiento de aislamiento social, el agotamiento y las dificultades para compatibilizar la vida laboral y la extralaboral, tal como sostiene el análisis efectuado en el Libro Blanco.
Además, se plantea como necesario contar con un número de internos adecuado al personal disponible, lo que resulta en una condición necesaria (aunque no suficiente) para mantener condiciones dignas y seguras dentro de los establecimientos de reclusión, dice el documento.
Asimismo, señala dos líneas respecto a la oferta programática que deben recibir los privados de libertad. El trato, pensado en la provisión y resguardo de los Derechos Humanos, y el tratamiento apuntando a la reinserción.
Hasta acá las únicas políticas que existen al respecto pueden considerarse como testimoniales o meramente declamativas, es decir en la práctica no cuentan con un seguimiento adecuado ni con un presupuesto que permitan planificar acciones que contribuyan a afianzar la reinserción social de los egresados carcelarios.
De cualquier manera, el libro blanco plantea cuestiones inalcanzables en la región, como proveer viviendas o darle estabilidad habitacional no sólo a los internos que recuperan la libertad sino también a su grupo o entorno familiar primario. Dicha medida resulta loable, pero sin un abultado presupuesto, resulta prácticamente inalcanzable.
La última línea estratégica para la reforma carcelaria no tiene que ver tanto con la población privada de libertad, sino que, dice el trabajo, debe apuntar al "impacto positivo" que este tipo de acciones tiene sobre la familia de los presos, las comunidades, la mejora en la cohesión social, la tasa de empleo y la reducción de las personas viviendo en situación de calle.
En síntesis, siempre es positiva la reacción ante un fenómeno que causa grave perjuicio social como lo es el de la criminalidad organizada, pero, atribuir casi exclusivamente la responsabilidad de la proliferación y consolidación de este a la falla en las estrategias de prevención terciaria es cuanto menos, una conclusión temeraria. Si bien es cierto que en Uruguay y gran parte de los países de la región las cárceles se han transformado en centros de proliferación criminal, esto en gran parte ha sido posible por carecer de políticas en seguridad pública de carácter integral que contengan a la política penitenciaria como parte inescindible de las mismas. La cárcel, en estos escenarios de creciente complejidad, no sólo deben orientarse a la reentrada social de quienes purgan condenas sino también a la protección pública, a través de prácticas actuariales que restrinjan el accionar intramuros de estas bandas delictivas, previa identificación y correcta clasificación de sus miembros que sin dudas deben ser categorizados como de alto riesgo.
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