13/03/2025

opinion

Milei logró lo imposible: unir a los hinchas en la lucha contra el hambre y la represión

El gobierno de Javier Milei logró lo que ni los campeonatos más épicos ni los ídolos del fútbol pudieron: unir a las hinchadas rivales en una misma lucha. Pero no fue por un título ni por la gloria, sino por el hambre, la miseria y la brutal represión. El 12 de marzo, miles de manifestantes, desde jubilados hasta jóvenes de las populares, fueron atacados con gases lacrimógenos importados de EE.UU., bastonazos y detenciones arbitrarias. Mientras la motosierra del ajuste sigue destruyendo vidas, la represión se convierte en el nuevo deporte oficial del gobierno.

Por
Melina Schweizer

El 12 de marzo de 2025 quedará en la historia como el día en que el hambre, la desesperación y la rabia hicieron lo que los políticos jamás quisieron: unir a las hinchadas de fútbol en una sola voz. No fue el Gobierno de Javier Milei el que logró esta unidad-fue su política de exterminio social la que empujó a miles de jóvenes de las populares a las calles para defender a los abuelos que su "motosierra" condenó a la miseria. El ajuste no solo golpeó a los jubilados: se convirtió en un crimen social deliberado.

Cada miércoles, los jubilados marchan al Congreso a reclamar por sus derechos, exigiendo lo mínimo para subsistir. Pero esta vez, no estaban solos. Camisetas de River, Boca, Chacarita, Racing, Independiente, San Lorenzo y tantos otros clubes se mezclaron entre la multitud. No eran todos barras, como insiste la ministra Patricia Bullrich para justificar la represión; fueron pibes de barrio, trabajadores, algunos precarizados, desempleados, héroes de Malvinas y hartos de un modelo que los empuja al abismo.

La respuesta del Estado fue la de siempre: balas de goma, gases lacrimógenos, camiones hidrantes. El fotógrafo Pablo Grillo quedó al borde de la muerte por el impacto de un proyectil policial en la cabeza. Jubilados arrastrados por el asfalto, detenidos por pedir lo que les corresponde. En cualquier democracia real, esto sería un escándalo. En la Argentina de Milei, es la regla.



Un joven resultó herido en un ojo.


Era mi trabajo estar allí. Capaz no el de él, mi esposo, que siempre está conmigo, ayudándome en lo que puede, para que yo me gane el cheropu, como dice mi suegro, cámara en mano, persiguiendo la historia que otros prefieren tergiversar. Pero el periodismo en Argentina es un trabajo de alto riesgo, de esos que te marcan, que te duelen. Los manifestantes llegaban, uno tras otro, como una marea de voces y banderas. Alrededor de las 16 horas, comenzamos a notar cómo la policía, poco a poco, se iba cebando como un mate amargo, ese que fermenta con whisky, y que muchos le adjudican como propio a la señora ministra de seguridad que he bautizado como Caracortada.

Mi compañero me advirtió: "Si te perdés, nos encontramos bajo la columna, donde un manifestante, muy amablemente, momentos antes nos había hecho de dron humano para que tomáramos esas tomas aéreas que necesitábamos." Yo solo imaginé que nos podían reprimir, pero no la magnitud de lo que pasó después. Pero él, con su mirada tan fija y precisa como siempre, señalaba a un joven que, de pie sobre una de las columnas de las vallas de la Plaza frente al Congreso, nos ofreció esa posibilidad. Una toma aérea, sí, esa imagen perfecta que muestra la cantidad de personas que asistieron a la marcha, y que era necesaria para que nuestros lectores vean el desarrollo de los hechos y no se queden solo con el relato. Nos pusimos de acuerdo, tomamos ese punto de referencia, y yo me quedé pensando en lo que me dijo: "Aléjate de donde hay menos manifestantes, porque por lo general ahí es donde la policía empieza a pegar."

Y dicho y hecho. Justo antes de que los primeros golpes retumbaran, habíamos visto cómo se llevaban a un chico. Pero en ese momento no sabíamos que aquello era tan grave. Pensamos que todo quedaría en una herida más, una de tantas. Pero, cuando lo vi, con la cabeza cubierta de rojo punzó, su rostro bañado en sangre, algo se rompió dentro de mí. Era la misma imagen que se repetía una y otra vez en mi mente, la que no se borra.

Recuerdo el instante de silencio, el vacío que se hizo entre los gritos de los jubilados y el murmullo de la multitud. Solo silencio. La sangre, la cara del chico, su dolor me atravesó. Fue un silencio que me hizo sentir pequeña, insignificante, como si el caos mismo, con sus gritos y su violencia, hubiera arrancado algo dentro de mí. En el periodismo, nuestra tarea de contar lo que sucede, en ese momento esa premisa ya no era suficiente para entender lo que realmente estaba viviendo. Y entonces me pregunté: ¿y si el que caía era yo?. ¿Y si la siguiente imagen congelada en la memoria de la protesta era mi cuerpo, mi rostro ensangrentado, mi nombre en una lista de reporteros atacados por hacer su trabajo? ¿Cómo vería mi familia a la distancia esto, cómo se sentirían?, qué pensarían de los comentarios aberrantes que reciben los familiares de este fotoperiodista.

La militarización del protocolo antipiquetes: el ajuste y la represión con sello extranjero

Desde que Patricia Bullrich puso en marcha su "protocolo antipiquetes", la represión en las calles se convirtió en un espectáculo programado. Lo que pocos saben es que este despliegue no nació de una estrategia local, sino de una planificación importada desde el Comando Sur de Estados Unidos. En 2018, Bullrich y el entonces ministro de Defensa, Oscar Aguad, viajaron a Miami para fortalecer la cooperación con agencias de seguridad estadounidenses. Allí, en una mesa con altos mandos de la DEA y el FBI, se selló un pacto de asistencia técnica y militar que incluía entrenamiento con fuerzas especiales, equipamiento antidisturbios y soporte aéreo. Todo bajo el pretexto de garantizar la seguridad de la cumbre del G-20 en Argentina. Pero lo que se vendió como un acuerdo temporal terminó siendo la base de la militarización interna del país.

El "protocolo antipiquetes" no es más que la versión moderna de la Doctrina de Seguridad Nacional que justificó la represión y tortura de opositores en los años '70. En la Escuela de las Américas, donde cientos de militares argentinos fueron entrenados por instructores estadounidenses, se perfeccionaron las técnicas de persecución política. Esos métodos, maquillados y adaptados a la democracia, hoy se aplican en las calles con el aval del gobierno de Milei. La represión en la marcha del 12 de marzo no fue un exceso, fue una estrategia sistemática.

La represión no nos sorprendió. Sabíamos que vendría. Lo que no esperábamos era la unidad, el estallido de algo más grande que la indignación. La gente corría, se protegía mutuamente, las camisetas de equipos rivales se mezclaban sin distinción. Porque la miseria no pregunta de qué cuadro sos. Porque cuando no hay futuro, el presente exige respuestas urgentes. Lo que el fútbol no pudo, lo logró el hambre. Y si Milei tiene una medalla para colgarse es esa: haber convertido el ajuste en la chispa que hizo estallar una solidaridad inesperada.

La militarización de la seguridad interna transforma a la protesta en una cuestión de orden público, permitiendo que el Estado actúe con tácticas de guerra contra su propio pueblo. No se trata solo de represión policial: es una estrategia de disciplinamiento social, donde la violencia estatal busca generar miedo, desmovilización y resignación. La presencia de entrenadores militares extranjeros, la importación de tácticas de control de disturbios desarrolladas para zonas de conflicto, la criminalización de la militancia social, son síntomas de una democracia deteriorada, donde las libertades civiles se reducen a eslóganes vacíos.

Los gases lacrimógenos no hacen distinción entre un jubilado y un militante. Los bastonazos no respetan a los periodistas. Pero el gas utilizado en la represión del 12 de marzo tiene un nombre: MK-9 Magnum Stream, fabricado en Estados Unidos. Lejos de "persuadir" y "dispersar", es un químico que provoca un dolor intenso y una quemazón que no se va tan fácilmente, cuyos efectos duran días y empeoran según quién lo reciba. Mi esposo y yo fuimos testigos de eso, un sufrimiento que compartimos con otros manifestantes. Fueron ellos quienes, con una solidaridad que nunca olvidaré, nos socorrieron: dos jóvenes que, sin dudarlo, nos trajeron leche y servilletas para calmar la picazón. Nunca supe sus nombres, pero les agradezco, porque su gesto me alivió un poco. La picazón desapareció, pero el ardor y el dolor de cabeza aún los trato con otros medicamentos, mientras la memoria de ese momento sigue ardiendo en mi piel.

Cada tubo de ese gas duplica en valor una jubilación mínima, ésa que perciben muchos de quienes fueron reprimidos por las fuerzas federales. Se trata de una paradoja cruel: el mismo Estado que no garantiza comida ni medicamentos a sus jubilados gasta en armas químicas para castigarlos por protestar.

El mensaje es claro: cualquier forma de resistencia será perseguida con brutalidad. Y en ese escenario, la pregunta que surge es inquietante: ¿cuál será el próximo paso? ¿Hasta dónde llegará este gobierno en su cruzada para sofocar toda oposición? Si la historia argentina ha demostrado algo, es que los pueblos nunca olvidan quién estuvo del lado de la represión y quién resistió.



Camisetas de River, Boca, Chacarita, Racing, Independiente, San Lorenzo y tantos otros clubes se mezclaron entre la multitud.


La represión como respuesta: detenidos, heridos y un mensaje de miedo

El saldo de la represión no se limitó a los gases y los golpes. 94 personas fueron detenidas esa tarde en las inmediaciones del Congreso. Entre ellas, estudiantes, trabajadores, hinchas y jubilados. Un número difícil de ignorar, que, sin embargo, el gobierno intentó esconder con discursos vacíos sobre el orden y la seguridad. Pero la verdadera violencia no fue la de los manifestantes: fue la de un Estado que decidió reprimir a quienes ya no tienen nada que perder.

Pablo Grillo, el fotógrafo herido en la cabeza, quedó en terapia intensiva. Su estado es crítico. A su lado, otros seis manifestantes fueron hospitalizados, entre ellos Beatriz Blanco, una jubilada de 87 años, que recibió el impacto de un proyectil en el pecho. Los informes de organismos de derechos humanos y periodistas en la zona reportaron decenas de personas golpeadas, mujeres arrastradas por el suelo, pibes ensangrentados tras recibir bastonazos en la cabeza. Y luego, el blindaje mediático: los grandes medios, con sus editoriales serviles, repitieron la narrativa oficial de "delincuentes organizados", como si defender el derecho a una vida digna fuera un crimen.

El respaldo político a la represión: los cómplices del ajuste con balas

El día después de la masacre en la Plaza del Congreso, la maquinaria política se puso en marcha para justificar lo injustificable. Mauricio Macri, con la frialdad de quien siempre vio la protesta social como un problema de orden, celebró la brutalidad de las fuerzas de seguridad. "Esto es lo que había que hacer en 2017 y lo que hay que seguir haciendo ahora", dijo, sin un atisbo de duda ni de humanidad. Para Macri, los jubilados golpeados y los jóvenes reprimidos no eran ciudadanos reclamando derechos, sino una amenaza al modelo de país que él defiende: un país donde los pobres se resignan y los poderosos festejan.

El Ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, por su parte, repitió el libreto oficial: "Fueron criminales organizados, no manifestantes pacíficos". La demonización de los protestantes es la estrategia de siempre, la que busca transformar a la víctima en victimario para limpiar la sangre del gobierno.

El vocero presidencial, Manuel Adorni, y el jefe de Gabinete, Guillermo Francos, en la misma línea, calificaron la marcha como un intento de "desestabilización", reduciendo la lucha de miles de personas al relato simplista del caos organizado. Y Patricia Bullrich alias Caracortada, con su habitual prepotencia, fue más allá: anunció que quienes fueron identificados en la marcha no podrán ingresar a los estadios de fútbol. Es decir, criminalizó la protesta equiparándola con un delito. Quien se manifieste contra el hambre y la miseria será castigado con el destierro de su propia identidad popular.

La libertad de prensa, el derecho a mirar y el peligro de ser testigo

Me sigo preguntando qué habría pasado si en vez de Pablo Grillo hubiera sido yo. ¿Cuántos segundos habrían pasado antes de que la policía se llevara mi cámara, antes de que mi rostro apareciera en una lista de heridos?. La violencia contra la prensa no es un error, es parte de la estrategia. Lo que no se muestra, no existe. Lo que no se documenta, no se reprime. La represión de Milei no es solo contra los que protestan, sino contra quienes se atreven a mostrarlo.

Cuando un periodista cae, no es solo un golpe a su cuerpo: es un golpe a la verdad. No es casualidad que la policía apunte a las cámaras, que los reporteros sean detenidos, que se busque criminalizar el oficio de informar. Cuando un gobierno ataca a la prensa, no es porque les teme a las noticias. Le teme a lo que esas noticias pueden provocar: conciencia, indignación, resistencia.

Pero hay algo que no pudieron ocultar, ni con gases ni con discursos prefabricados: la fotografía de ese instante, en el que un hincha de Chacarita sostenía a un anciano de la mano, mientras él lloraba y repetía, casi entre sollozos, "basta de pegarnos". Esas imágenes no podían ser borradas, aunque intentarán callarlas. Y luego, las palabras de Maradona, que resonaron en las redes como un eco inextinguible, como una condena que se alza contra todo lo que trataban de silenciar: "Se tiene que ser muy cagones para no defender a los jubilados..." Las palabras se clavaron como una verdad insoportable, que nadie podría borrar, que a todos nos atravesaba.

Porque no era solo una protesta. Era la demostración de que cuando el Estado decide abandonar a su gente, la calle responde. Era la advertencia de que el ajuste tiene un límite. Y era, sobre todo, la prueba de que cuando el periodismo independiente es atacado, cuando un reportero gráfico cae herido por hacer su trabajo, no es solo un individuo el que sangra: es la democracia la que se desmorona.

Quizás este sea solo el principio. Quizás, entre el humo y la rabia, lo que vimos en el Congreso sea la semilla de algo más grande. Porque cuando un gobierno se jacta de la libertad mientras encarcela manifestantes y golpea periodistas, lo que siembra no es miedo: es resistencia.

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