04/03/2025
El Estado quiso modernizar la exclusión, pero ni siquiera disimuló: si no eres "idiota" o "débilmente profundo", te quedas sin pensión. Cambiaron las palabras, pero el mensaje es el mismo: sólo los totalmente descartables merecen ayuda.
Por
Melina Schweizer
Es
curioso cómo las palabras tienen el poder de transformar la realidad, de crear
un mundo paralelo que se justifica con la lógica fría de la contabilidad y la
burocracia. Pero lo que es aún más inquietante es cómo un Estado, con su cálida
apariencia de bienestar y justicia, puede ocultar en su interior una profunda
indiferencia hacia el individuo, un desprecio velado por aquellos que no se
ajustan a su estandarización.
Lo
que está en juego con la revisión de la resolución 187/2025 de la ANDIS no es
únicamente una cuestión administrativa o económica, sino una declaración de
principios. Y, si bien la resolución en su forma actual refleja una lógica de
gestión centrada en la eficiencia y el cálculo, el proceso de su revisión abre
un espacio para cuestionar la moralidad misma de esa lógica. Esta revisión es
el resquicio, la grieta por donde la verdadera humanidad de la política puede
filtrarse, porque lo que se está discutiendo no es solo el impacto inmediato de
la medida, sino lo que representa la posibilidad de un cambio, de una
reconsideración profunda de lo que significa tratar a los individuos con
dignidad.
Al
presentar la resolución en su estado original, la administración no solo ha
propuesto una modificación normativa, sino que ha dejado al descubierto un
sistema que parece operar bajo la premisa de que el ser humano solo tiene valor
cuando se ajusta a una métrica económica, cuando su existencia se justifica en
términos de lo que puede producir, de lo que cuesta menos o lo que puede ser
medido a través de estándares burocráticos. Este es un error fundamental que
refleja una visión que no solo es destructiva, sino profundamente
deshumanizadora. Tal como lo subrayó Ayn Rand, el hombre debe ser visto como un
fin en sí mismo, no como un medio para un fin, y mucho menos como un número que
se ajusta a las necesidades del sistema.
Lo
que propone la revisión de la resolución, si es que finalmente se modifica, es
un recordatorio de que no todo puede ser reducido a cálculos de eficiencia. El
ser humano no puede ser tratado como una carga, como una cifra más en una lista
de costos y beneficios. Y sin embargo, si la resolución no hubiera sido puesta
bajo revisión, si se hubiera mantenido tal como fue presentada, la sociedad
estaría aceptando un modelo de gestión que no ve al individuo como algo valioso
por sí mismo, sino como un mero instrumento que debe justificar su existencia
en función de lo que aporta al colectivo. Aquí la ideología de Ayn Rand es
esclarecedora: la verdadera moralidad radica en el respeto absoluto por la
autonomía individual, en la capacidad del ser humano de vivir según sus propios
principios, sin ser sacrificado por el bien de otros, sin ser sometido a la
tiranía de la eficiencia impuesta.
Imaginemos, entonces, el escenario en el que la resolución no se revisa, donde la burocracia sigue operando bajo los mismos principios. En ese escenario, los individuos con discapacidad no serían más que piezas intercambiables en un sistema que define el valor humano por lo que puede aportar en términos de producción, esfuerzo o dinero. El ser humano dejaría de ser considerado un fin, para convertirse en una "necesidad gestionada", una cuestión de números. La revisión de la resolución, por tanto, se convierte en un acto de resistencia, no solo contra una medida que podría resultar ineficaz o injusta, sino contra un modelo de gestión que socava la libertad fundamental de cada ser humano.
Lo que está en juego con la revisión de la resolución 187/2025 de la ANDIS no es únicamente una cuestión administrativa o económica, sino una declaración de principios.
Y
este es el dilema que enfrentamos: si no se revisa la resolución, la sociedad
estaría legitimando un sistema que, por más que se disfrace de eficiencia, en
el fondo niega el derecho de las personas a ser quienes son, a existir por sí
mismas, con sus propios derechos. La revisión, en este sentido, no solo
responde a una necesidad administrativa, sino que se convierte en un juicio
moral. No es una mera cuestión de ajustar números, sino de decidir si se va a
permitir que el Estado continúe siendo el árbitro de quién merece o no ser
respetado en su individualidad.
Por
supuesto, el cambio propuesto por la revisión no garantizaría una solución
perfecta, pero sí abriría una puerta a la reconsideración del valor humano,
entendiendo que las personas no son instrumentos de un sistema, sino seres
autónomos con derecho a vivir en sus propios términos. El rechazo a una
resolución que subordina al individuo a la eficiencia sería, en efecto, una
victoria para la libertad. Porque lo que de verdad está en juego es si, en un
futuro cercano, la sociedad será capaz de reconocer al ser humano como un fin
en sí mismo, capaz de decidir su destino sin ser una carga para nadie, sin
tener que justificar su existencia ante la fría lógica de un sistema que solo
lo ve como un número más.
Si
se mantiene la resolución tal como está, la sociedad aceptará la premisa
peligrosa de que el valor de las personas depende únicamente de lo que pueden
aportar, de lo que cuesta mantenerlas. Pero si se modifica, si la revisión da
paso a un nuevo enfoque, entonces la sociedad podrá reivindicar una vez más el
principio de la dignidad humana. Esta no es solo una batalla administrativa; es
una lucha moral que decide el tipo de sociedad que queremos construir. Un
sistema que respete la autonomía del individuo y lo valore por lo que es, y no
por lo que puede hacer por el colectivo, será un sistema que reconozca al ser
humano como su fin más alto.
Así, la revisión de la resolución se convierte en un acto simbólico y práctico a la vez: una oportunidad para retomar el principio básico de la filosofía de Ayn Rand: la libertad individual como el fundamento de toda justicia. En este contexto, la revisión no es solo una reforma administrativa; es la posibilidad de reafirmar la dignidad del ser humano. Y eso, más allá de la gestión económica, es lo que realmente importa.
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