03/02/2025
El calor abrasador no detuvo la ola de resistencia. Con el asfalto ardiendo bajo los pies y las redes sociales convertidas en trincheras del odio, miles de personas inundaron las calles de Buenos Aires para desafiar al gobierno de Milei. Entre banderas, cánticos y la amenaza latente de represión, el orgullo y la rabia se entrelazaron en una jornada histórica. Desde el Congreso hasta la Casa Rosada, la multitud marchó para recordar que la diversidad no se negocia y que la historia no perdona a quienes intentan borrar derechos conquistados.
Por
Melina Schweizer
El sábado 1° de febrero, Buenos
Aires amaneció con el peso de la historia sobre los hombros. En cada esquina,
en cada callejuela adoquinada, en cada balcón con banderas colgando como
testigos de otro tiempo, se respiraba la tensión de los días previos. A medida
que el sol avanzaba en el cielo inmaculado del verano porteño, una marea
multicolor comenzó a brotar de los barrios, una corriente humana que tenía una
sola dirección: el Congreso.
Desde temprano, la Marcha
Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista empezaba a cobrar
forma. Primero en pequeños grupos, luego en columnas cada vez más densas, hasta
que el latido de miles de personas hizo vibrar la ciudad. Se marchaba porque el
miedo nunca había sido opción, porque la historia exigía respuesta, porque el
presente imponía resistencia.
El calor del verano se pegaba a
la piel, 35 grados de fuego sobre la ciudad. A las 15 horas, llegué al bloque
migrante del Centro Cultural en Tacuarí 362, un refugio de resistencia en medio
del cemento porteño. Banderas, música y un grupo que se organizaba para salir a
marchar.
Hace una semana, el bloque comunicó que cerraría su local debido a la crisis económica y los altos costos, pero que sería solo una pausa hasta encontrar un nuevo espacio. Hacían un llamado a la comunidad para apoyar la transición y proteger los elementos acumulados en sus siete años de lucha.
Durante la marcha hubo mucho acompañamiento entre las mismas mujeres.
Los carteles fueron el centro de atención.
Denunciaban la ofensiva
anti-migrante y racista del gobierno de Javier Milei, y seguían firmes en su
lucha por la Ley de Migraciones y la regularización migratoria. Invitaban a
sumarse con apoyo económico y a participar en las últimas actividades. El
comunicado concluía con una consigna poderosa: "¡Hasta que la dignidad migrante se haga costumbre!". Y
el recordatorio inquebrantable: #MigrarNoEsDelito.
La
chispa que encendió la mecha
Todo había comenzado días antes,
con un discurso. Unas cuantas palabras, pronunciadas en un foro lejano, pero
cargadas de odio. Javier Milei, el
presidente que llegó con promesas de libertad y recortes, hablaba en Davos con un aire mesiánico,
anunciando su guerra contra lo que él llamaba ideología woke. Desde la
derogación del femicidio como agravante penal, hasta la eliminación del cupo
laboral trans y el DNI no binario, su gobierno proponía borrar del mapa
derechos que habían costado décadas de lucha.
Fue entonces cuando todo se precipitó. Una Asamblea Antifascista LGBTIQ+ en Parque Lezama prendió la chispa, y de ahí a la calle, sin pausas ni dudas. Del Congreso a Plaza de Mayo, con un llamado claro: "No hace falta que seas LGBTIQ+ para marchar. "Es clave unirnos todes".
Una
ciudad tomada por la memoria y la rabia
Las Madres de Plaza de Mayo, la
CGT, las dos CTA, sindicatos, estudiantes y artistas como Lali Espósito, María Becerra,
Natalia Oreiro, Migue Granados y Topa. También estuvieron presentes
otras personalidades como Eleonora Wexler, Virginia Innocenti,
la periodista Ángela Lerena, el productor Pablo Culell y actrices como
Julieta Ortega y Violeta Urtizberea, entre otros.
Los jubilados también dijeron
presente.
Todos juntos, como en las páginas
de una historia que se niega a repetirse.
Alba
Rueda, con
la voz firme de quien ha visto el odio de cerca, lo dijo sin rodeos:
"Marchamos
porque conocemos el correlato de los discursos de odio con la violencia, porque
esa fue la sociedad que nos gestó y hoy vuelve con la furia organizada del
Estado."
Esa tarde, Buenos Aires habló con
el idioma áspero y luminoso de la resistencia. No con gritos huecos ni
pancartas al viento, sino con una voz de piedra y rabia, vieja como las
cicatrices que aún duelen en las paredes. Los muros se vistieron de consignas
pegadas con furia, frases que no pedían permiso ni perdón: "No hay antifascismo sin antirracismo. A tu libertad le sobra
racismo", "Mariconazos sí,
mariconazis no. Gay, date cuenta".
La ciudad fue un temblor de
música y cuerpos. Camiones avanzaban como navíos en la marea de la multitud,
entonando canciones que se metían bajo la piel. Performance en cada esquina:
drag queens con labios afilados como navajas, artistas dejando su grito
estampado en murales improvisados, estatuas vivientes que eran memoria y
protesta. Y en el aire, el trueno de las murgas y las batucadas, tambores que
eran corazón y pólvora, palpitando con cada paso, marcando el pulso de una
Buenos Aires que nunca dejó de resistir.
Intentando subirme al techo de
una camioneta, buscando una perspectiva nueva, algo que me permitiera ver más
allá de la multitud. Pero en un descuido, el equilibrio me falló, y estuve en
un diamante de béisbol, deslizándome por el asfalto en una pirueta torpe, tan
desgarbada que la ironía no tuvo más opción que tomar el control. Caí sobre el
pavimento caliente y, por un segundo, me tentó gritar "¡Prensa, me empujaron!",
recordando esa escena ridícula de Sebastián Simone, el funcionario de Morón
que, en febrero de 2016, fingió una agresión con tanto dramatismo que en lugar
de indignación, desató carcajadas.
Encima, mi marido me mira con cara de preocupación y me pregunta cómo me siento. Yo, con una sonrisa irónica, le contestó: "¿Y vos qué te parece?". Lo extraño es que no suelo decir "vos", esa palabra que se arrastra por el aire porteño; yo, en cambio, soy de usar "tú", ese pronombre que me suena a sal de mar, a ritmo caribeño, a toda la sabrosura de mis raíces. Pero, en ese instante, me dejé llevar por el momento, la ciudad, la gente, y todo lo que pasaba a mi alrededor, alteró hasta mi acento. Y, por un segundo, hasta el sonido de mis palabras se tornó ajeno, debido a que utilice palabras de un castellano que no era mío, pero que, por esa mezcla de caos y asombro, me pareció el más natural.
Se marchaba porque el miedo nunca había sido opción, porque la historia exigía respuesta, porque el presente imponía resistencia.
Desde el suelo, con la mirada
fija en el polvo y las huellas que dejaba la multitud, entendí lo que estaba
sucediendo. No eran solo cuerpos amontonados; era la historia misma avanzando,
imparable, a su propio ritmo. Así que, sacudiéndome el polvo con la dignidad de
quien no se deja vencer, trepé como una mujer araña, aferrada a la necesidad de
seguir, hasta la cajuela de un camión detenido en plena Avenida de Mayo. Desde
allí, el paisaje se desplegó ante mí como una pintura imposible: un tsunami de
cuerpos, colores, edades y nacionalidades, todos meciéndose al compás de una
misma causa.
Sin embargo, había algo más. Algo
que no se gritaba, que no se escribía en los carteles ni en las banderas. Un
silencio tenso flotaba en el aire. Muchos aceptaron ser fotografiados, pero
cuando la cámara buscaba sus palabras, retrocedían. No era miedo, no del tipo
que paraliza. Era un hastío más profundo. En un mundo donde la opinión ajena es
un proyectil que se dispara desde la comodidad de un sofá, donde las redes
sociales convierten cada palabra en munición, hablar se ha vuelto un acto de
resistencia. Exponer la propia voz es ofrecer una trinchera.
Entre la marea, alguien -quién
sabe si por audacia o por puro juego- me arrebató el logo de Mundo
Poder, nuestro caballo de batalla en este tablero de ajedrez que son
los medios. Pero no me detuve. Seguí avanzando, registrando el momento, con la
boca seca por el calor y la ropa pegada a la piel, sintiendo cómo la multitud
respiraba al mismo ritmo que yo.
Mi esposo, Jorge y mi pequeño chihuahua, Leónidas, alias Culito, mi insólita escolta, caminaban a mi lado, sosteniéndome en silencio, su presencia fue suficiente para darme el impulso que necesitaba además de brindar soporte técnico. Me ayudaban con las cámaras, con la producción de imágenes que en minutos volaron hacia la redacción, donde Julia Olmos esperaba con la ansiedad justa, el café a medio tomar y la certeza de que esa cobertura importaba. Porque sí, era sábado y a nadie le gusta trabajar un sábado, pero ella sabía, tanto como yo, que había historias que no podían esperar al lunes.
Desde temprano el sábado, la Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista empezaba a cobrar forma.
Entre Mitre y Esmeralda,
encontré voces que sí querían ser escuchadas. Rosa Grushk, de Colectividades por los Derechos Humanos,
me miró con la solemnidad de quien ha visto demasiado y aun así sigue en pie. Y
entonces dijo:
"Con
orgullo antifascista vinimos a expresar nuestro repudio a las amenazas y
acciones que este gobierno tiene hacia los sectores populares de la sociedad. Y
a las políticas de vaciamiento y desfinanciación de políticas públicas en
salud, en educación, en cultura. No queremos perder los derechos a la
identidad. "Por la memoria, verdad y
justicia."
Las carrozas desfilaban con
furia, con alegría, con esa mezcla de fiesta y combate que convierte cada
marcha en un manifiesto. A la cabeza del bloque del colectivo afrodescendiente
LGTBQ+, la columna Mounstre marcaba el paso.
En la primera carroza, con la dignidad de quienes han resistido demasiado, se alzaron las personas trans, las personas afro y las personas discapacitadas. No pedían permiso. No bajaban la mirada. En la segunda, el Frente Orgullo y Lucha lanzaba su proclama al viento: los afro LGTBQ+ existen, basta de racismo. Argentina también es afro, aunque la historia haya intentado borrar sus rostros de los libros. Desde Rivadavia y Sáenz Peña hasta la Casa Rosada, avanzaron con la certeza de que el olvido ya no es una opción.
Multitudinaria marcha recorrió las calles desde Plaza de Mayo al Congreso.
La
represión que no fue, pero pudo haber sido
El protocolo antipiquete de Patricia Bullrich, que con su excusa de "garantizar la libre circulación" ha sido la herramienta de represión preferida del Gobierno, no se aplicó. Pero no fue por falta de voluntad, sino por el abrumador número de manifestantes. Sin embargo, la policía, siempre presente, hostigó en pequeños grupos, identificó manifestantes y lanzó advertencias. A pesar del discurso de "no intervención", en la provincia de Buenos Aires la misma policía que responde a Axel Kicillof golpeó brutalmente a un trabajador de delivery que protestaba contra la inseguridad. En un giro cínico, Milei prometió condecorar a otro repartidor asesinado en un distrito peronista, su muerte justificando la violencia de Estado en otro contexto.
El
final que no es un final
Cuando cayó la noche, la marcha
no se disolvió. Se esparció. En las plazas, en los bares, en los hogares donde
aún se comentaba lo vivido con la emoción atrapada en la garganta. En el
Congreso, donde un grupo de legisladores presentó un proyecto para repudiar los
discursos de Milei.
El presidente, en su cuenta de X,
intentó minimizarlo todo. Habló de una "campaña
de indignación". Pero la realidad estaba en las calles, en las pancartas
desgastadas por el sudor de las manos que las sostuvieron, en las lágrimas y
las sonrisas compartidas por quienes saben que la resistencia no es un eslogan,
sino una forma de vivir.
Este 1 de febrero, la historia
argentina escribió otra de sus páginas. Y lo hizo con la tinta imborrable de la
memoria colectiva, de la lucha que se hereda como un testigo en llamas, de la
certeza absoluta de que la diversidad, el feminismo y el antifascismo no se
negocian.
Quise encontrarte, Rocío Yazmín Flores. Busqué entre la multitud para registrar la marcha de los boxeadores queer que andaban contigo, pero la marea humana me ganó la pulseada. Espero que sepas disculparme, al igual que Juls y Kei Castillo, de la Liga Deportiva TTNB. A veces, en medio del torbellino, el mejor testimonio no es el que se captura, sino el que se vive.
El presidente, en su cuenta de X, intentó minimizarlo todo. Habló de una "campaña de indignación".
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